viernes, 26 de febrero de 2010

LA COCINA

Van llegando; tíos con sus esposas, primas con sus novios, abuelas con sus dolencias, padres, madres, niños; todos a la mesa. Sentados, charlan, comen, a la vez y al unísono, sonríen, se ríen; nada los desvela, están en familia.

Desfilan las horas, el pan, la sal -que ¿por dios? no debe caerse-. Desfilan las noticias de la semana, el horóscopo, los pobresdelmundo, el clima, la política, la ingenuidad; con suerte, la osadía. Los cubiertos aplauden alguna que otra historia interesante, no importa que haya de cierto en ellas.

Se hará imprescindible, llegado el momento y bajo cierta luz, desconfiar de algún comentario superficial y dar comienzo a la discusión. Será preciso mezclar, repartir, doblar la apuesta, si es necesario, y evitar el empate para estirarla unos minutos más y, finalmente, pasar a otro tema, si es necesario, para no tomarse las cosas demasiado en serio, a pecho o a la tremenda. Algo deberá decirse de la comida, de la bebida. Alguien deberá rememorar historias, mejor si jocosas -para derramar el vino y bendecir a los presentes-, mejor si siniestras -para el desvelo de los niños, también presentes.

Así los sonidos se superponen -telón de fondo- y, en medio, su forma que se destaca, rígida, impermeable, alejada de mí, también, de todos. Da un bocado y suspende el tenedor; lo hamaca, erguido, apuntando hacia el techo, mientras mira -punto fijo- a través, por, entre, quizás tras la pared. Parece no querer parpadear o no poder hacerlo. Un trozo de carne puede durarle minutos, varios minutos. Debe morderlo, hasta desmenuzarlo, liquidarlo. Come, pero no parece tener relevancia tal hecho, hecho estéril, tan formal, hecho humano, puro instinto